Doña Rosita la soltera o
El lenguaje de las flores
Federico García Lorca
Acto
primero
SOBRINO. (Entrando.)
Tía.
TÍA. (Sin mirarlo.) Hola, siéntate, si
quieres. Rosita ya se ha marchado. SOBRINO. ¿Con quién salió?
SOBRINO. Sí.
TÍA.(Inquieta.) Casi me lo figuro. Ojalá me
equivoque.
SOBRINO. No. Lea usted.
TÍA. (Lee.) Claro, si es lo
natural. Por eso me opuse a tus relaciones con Rosita. Yo sabía que más tarde o
más tempra no te tendrías que marchar con tus padres. ¡Y que es ahí al lado!
Cuarenta días de viaje hacen falta para llegar a Tucumán. Si fuera hombre y
joven, te cruzaría la cara.
SOBRINO. Yo no tengo culpa de querer a mi prima. ¿Se ima gina usted
que me voy con gusto? Precisamente quiero quedarme aquí y a eso vengo.
TÍA. ¡Quedarte! ¡Quedarte! Tu deber es irte. Son muchas leguas de hacienda
y tu padre está viejo. Soy yo la que te tiene que obligar a que tomes el vapor.
Pero a mí me dejas la vida amargada. De tu prima no quiero acordarme. Vas a
clavar una flecha con cintas moradas sobre su corazón. Ahora se enterará de que
las telas no sólo sirven para hacer flores sino para empapar lágrimas.
SOBRINO. ¿Qué me aconseja usted?
TÍA. Que te vayas.
Piensa que tu padre es hermano mío. Aquí no eres más que un paseante de los
jardinillos y allí serás un labrador.
SOBRINO. Pero es que yo quisiera...
TÍA. ¿Casarte? ¿Estás loco? Cuando tengas tu porvenir hecho. Y
llevarte a Rosita, ¿no? Tendrías que saltar por encima de mí y de tu tío.
SOBRINO. Todo es hablar. Demasiado sé que no puedo. Pero yo quiero que
Rosita me espere. Porque volveré pronto.
TÍA. Si antes no pegas la hebra con una tucumana. La lengua se me
debió pegar en el cielo de la boca antes de consentir tu noviazgo; porque mi
niña se queda sola en estas cuatro paredes, y tú te vas libre por el mar, por
aquellos ríos, por aquellos bosques de toronjas, y mi niña aquí, un día igual a
otro, y tú allí: el caballo y la escopeta para tirarle al faisán.
SOBRINO. No hay motivo para que me hable usted de esa manera. Yo di mi
palabra y la cumpliré. Por cumplir su palabra está mi padre en Améric a y usted
sabe...
TÍA. (Suave.)
Calla.
SOBRINO. Callo. Pero no confunda usted el
respeto con la falta de vergüenza.
TÍA. (Con ironía andaluza.)
¡Perdona, perdona! Se me había olvidado que ya eras un hombre.
AMA. (Entra
llorando.) Si fuera un hombre no se iría.
TÍA. (Enérgica.) ¡Silencio! (El Ama llora con grandes sollozos.)
SOBRINO. Volveré dentro
de unos instantes. Dígaselo usted.
TÍA. Descuida. Los
viejos son los que tienen que llevar los malos ratos. (Sale el Sobrino.)
AMA. ¡Ay, qué lástima de mi niña! ¡Ay, qué lástima! ¡Ay, qué lástima?
¡Éstos son los hombres de ahora! Pidiendo ochavitos por las calles, me quedo yo
al lado de esta prenda. Otra vez vienen los llantos a esta casa. ¡Ay, señora! (Reaccionando.) ¡Ojalá se lo coma la
serpiente del mar!
TÍA. ¡Dios dirá!
con sus colinas de
sombra; una enseña los zapatos entre volantes de blonda; la mayor abre sus ojos
y la menor los entorna.
¿Quién serán aquellas tres de alto pecho y larga cola? ¿Por qué agitan los
pañuelos? ¿Adónde irán a estas horas? Granada, calle de Elvira, donde viven las
manolas,
las que se van a la
Alhambra, las tres y las cuatro solas.
MANOLA I.a
Deja que el rumor
extienda sobre Granada sus olas.
MANOLA 2.a ¿Tenemos novio?
ROSITA. Ninguna.
MANOLA 2.a ¿Digo la verdad?
ROSITA. Sí, toda.
MANOLA 3.a
Encajes de escarcha
tienen nuestras camisas de novia.
ROSITA. Pero...
MANOLA I.a La noche nos gusta.
ROSITA. Pero...
MANOLA 2.a Por calles en sombra.
MANOLA I.a
Nos subimos a la
Alhambra las tres y las cuatro solas.
MANOLA 3.a ¡Ay!
MANOLA 2.a Calla. MANOLA 3.a ¿Por
qué? MANOLA 2.a ¡Ay! MANOLA I.a
¡Ay, sin que nadie lo
oiga!
ROSITA.
Alhambra, jazmín de
pena
donde la
luna reposa. AMA. Niña, tu tía te llama. (Muy
triste.) ROSITA. ¿Has llorado?
AMA. (Conteniéndose.) No... es que tengo así, una cosa que...
ROSITA. No me asustes.
¿Qué pasa? (Entra rápida, mirando hacia
el Ama. Cuando entra Rosita el Ama
rompe a llorar en silencio.)
MANOLA I.a (En voz alta.) ¿Qué ocurre? MANOLA z.a Dinos.
AMA. Callad.
MANOLA 3.a (En voz
baja.) ¿Malas noticias?
(El
Ama las lleva a la puerta y mira por donde salió Rosita.)
AMA. ¡Ahora se lo está diciendo!
(Pausa,
en que todas oyen.)
MANOLA I.a Rosita
está llorando, vamos a entrar.
AMA. Venid y os contaré. ¡Dejadla ahora!
Podéis salir por el postigo.
Rosita
regresa de su paseo y la tìa le comunica a Rosita la partida de su prometido.
(Salen. Queda la escena sola. Un piano lejisimo toca un estudio de
Cerny. Pausa. Entra el Primo y al llegar al centro de la habitación se detiene
porque entra Rosita. Quedan los dos mirándose frente a frente. El Primo avanza.
La enlaza por el talle. Ella inclina la cabeza sobre su hombro.)
RO SITA.
¿Por qué tus ojos
traidores con los míos se fundieron? ¿Por qué tus manos tejieron, sobre mi
cabeza, flores? ¡Qué luto de ruiseñores dejas a mi juventud,
pues siendo norte y
salud tu figura y tu presencia rompes con tu cruel ausencia las cuerdas de mi
laúd!
PRIMO. (La
lleva a un vis-á-vis y se sientan.)
¡Ay, prima, tesoro
mío!, ruiseñor en la nevada, deja tu boca cerrada al imaginario frío;
no es de hielo mi
desvío, que aunque atraviese la mar el agua me ha de prestar nardos de espuma y
sosiego para contener mi fuego cuando me vaya a quemar.
ROSITA.
Una noche adormilada en
mi balcón de jazmines vi bajar dos querubines a una rosa enamorada; ella se
puso encarnada,
siendo blanco su color;
pero como tierna flor, sus pétalos encendidos
se fueron cayendo
heridos por el beso del amor.
Así yo, primo inocente,
en mi jardín de arrayanes, daba al aire mis afanes
y mi
blancura a la fuente. Tierna gacela imprudente alcé los ojos, te vi
y en mi corazón sentí
agujas estremecidas
que me están abriendo
heridas rojas como el alhelí.
PRIMO.
He de volver, prima
mía, para llevarte a mi lado en barco de oro cuajado con las velas de alegría;
luz y sombra, noche y
día, sólo pensaré en quererte.
Desde la partida del primo han pasado veinticinco años. El hombre no
cumplió su promesa y, pese a haber anunciado un casamiento por poderes de doña
Rosita, la ha abandonado, y se ha casado hace ocho años con una tucumana.
Acto
tercero
ROSITA. No se preocupe
de mí, tía. Yo sé que la hipoteca la hizo para pagar mis muebles y mi ajuar, y
esto es lo que me duele.
TÍA. Hizo
bien. Tú lo merecías todo. Y todo lo que se compró es digno de ti y será
hermoso el día que lo uses.
ROSITA. ¿El día que lo
use? TÍA. ¡Claro! El día de tu boda.
ROSITA. No me haga usted hablar.
TÍA. Ése es el defecto
de las mujeres decentes de estas tierras. ¡No hablar! No hablamos y tenemos que
hablar. (A voces.) ¡Ama! ¿Ha llegado
el correo?
ROSITA. ¿Qué se propone usted?
TÍA. Que me veas vivir,
para que aprendas. ROSITA. (Abrazándola.)
Calle.
TÍA. Alguna vez tengo que hablar alto. Sal de tus cuatro paredes, hija
mía. No te hagas a la desgracia.
ROSITA. (Arrodillada delante de
ella.) Me he acostumbrado a vivir muchos años fuera de mí, pensando en
cosas que estaban muy lejos, y ahora que estas cosas ya no existen, sigo dando
vueltas y más vueltas por un sitio frío, buscando una salida que no he de
encontrar nunca. Yo lo sabía todo. Sabía que se había casado; ya se encargó un
alma caritativa de decírmelo, y he estado recibiendo sus cartas con una ilusión
llena de sollozos que aun a mí misma me asombra. Si la gente no hubiera
hablado; si vosotras no lo hubiérais sabido; si no lo hubiera sabido nadie más
que yo, sus cartas y su mentira hubieran alimentado mi ilusión como el primer
año de su ausencia. Pero lo sabían todos y yo me encontraba señalada por un
dedo que hacía ridícula mi modestia de prometida y daba un aire grotesco a mi
abanico de soltera. Cada año que pasaba era como una prenda íntima que
arrancaran de mi cuerpo. Y hoy se casa una amiga y otra y otra, y mañana tiene
un hijo y crece, y viene a enseñarme sus notas de examen, y hacen casas nuevas
y canc iones nuevas, y yo igual, con el mismo temblor, igual; yo, lo mismo que
antes, cortando el mismo clavel, viendo las mismas nubes; y un día bajo al
paseo y me doy cuenta de que no conozco a nadie; muchachos y muchachas me dejan
atrás porque me canso, y uno dice: «Ahí está la solterona», y otro, hermoso,
con la cabeza rizada, que comenta: «A ésa ya no hay quien le clave el diente».
Y yo lo oigo y no puedo gritar sino «vamos adelante», con la boca llena de
veneno y con unas ganas enor-mes de huir, de quitarme los zapatos, de descansar
y no moverme más, nunca, de mi rincón.
TÍA. ¡Hija! ¡Rosita!
ROSITA. Ya soy vieja. Ayer le oí decir al Ama que todavía podía yo
casarme. De ningún modo. No lo pienses. Ya perdí la esperanza de hacerlo con
quien quise con toda mi sangre, con quien quise y... con quien quiero. Todo
está acabado... y sin embargo, con toda la ilusión perdida, me acuesto, y me
levanto con el más terrible de los sentimientos, que es el sentimiento de tener
la esperanza muerta. Quiero huir, quiero no ver, quiero quedarme serena, vacía
(¿es que no tiene derecho una pobre mujer a respirar con libertad?). Y sin
embargo la esperanza me persigue, me ronda, me muerde; como un lobo moribundo
que apretara sus dientes por última vez.
TÍA. ¿Por qué no me hiciste caso? ¿Por qué no
te casaste con otro?
ROSITA. Estaba atada, y además, ¿qué hombre vino a esta casa sincero y
desbordante para procurarse mi cariño? Ninguno.
TÍA. Tú no les hacías
ningún caso. Tú estabas encelada por un palomo ladrón. ROSITA. Yo he sido
siempre seria.
TÍA. Te has aferrado a
tu idea sin ver la realidad y sin tener caridad de tu porvenir. ROSITA. Soy
como soy. Y no me puedo cambiar. Ahora lo único que me queda es mi
dignidad.
Lo que tengo por dentro lo guardo para mí sola. TÍA. Esto es lo que yo no
quiero.
ANTA. (Saliendo de pronto.)
¡Ni yo tampoco! Tú hablas, te desahogas, nos hartamos de llorar las tres y nos
repartimos el sentimiento.
ROSITA. ¿Y qué os voy a decir? Hay cosas que no se pueden decir porque
no hay palabras para decirlas, y si las hubiera, nadie entendería su
significado. Me entendéis si pido pan y agua y hasta un beso, pero nunca me
podríais ni entender
ni quitar esta mano
oscura que no se si me hiela o me abrasa el corazón cada vez que me quedo sola.
AMA. Ya estás diciendo
algo. TÍA. Para todo hay consuelo.
ROSITA. Sería el cuento de nunca acabar. Yo sé que los ojos las tendré
siempre jóvenes, y sé que la espalda se me irá curvando cada día. Después de
todo, lo que me ha pasado le ha pasado a mil mujeres. (Pausa.) Pero, ¿por qué estoy yo ha-blando todo esto? (Al Ama.) Tú, vete a arreglar cosas, que
dentro de unos momentos salimos de este carmen, y usted, tía, no se preocupe de
mí. (Pausa. Al Ama.) ¡Vamos! No me agrada que me miréis así. Me molestan esas
miradas de pe-rros fieles. (Se va el
Ama.) Esas miradas de lástima que me perturban y me indignan.
TÍA. Hija, ¿qué quieres que yo haga?
ROSITA. Dejadme como cosa perdida. (Pausa.
Se pasea.) Ya sé que se está usted acordando de su hermana la solterona...
solterona como yo. Era agria y odiaba a los niños y a toda la que se ponía un
traje nuevo... pero yo no seré así. (Pausa.)
Le pido perdón.