miércoles, 30 de noviembre de 2016

Actividades

Actividades:
Martes 29/11 
I. Leer en grupos los extractos de “Poema de Mio Cid” y responder:
a) ¿Por qué Rodrigo Díaz de Vivar es desterrado por el rey Alfonso?
b) ¿Qué aspecto pone aún más de manifiesto la crueldad del rey?
c) ¿Qué estrategia elige el Cid para obtener el perdón del rey y recuperar su honra?
d) ¿Qué rasgos del carácter de Alfonso y del Cid podes mencionar a partir de lo que leíste?
II. Tarea para el hogar: elaborar un breve resumen del cuento.

Jueves 1/12 
       I.            Leer en grupos el relato “Eneas o la obligación de vivir” de Franco Vaccarini y responder de forma individual:
a)      ¿Cómo es vencida Troya?
b)      ¿Quién advierte a Eneas que debe irse de la ciudad?
c)      ¿Qué expresiones acompañan el nombre Eneas en el texto?
d)     Elaborar un resumen del relato leído.
e)      Señalar el personaje principal, el conflicto y la resolución de la historia.
    II.            Leer en grupos “La fiel infantería” de Arturo Pérez-Reverte y responder:
a)      ¿Quién narra la historia?
b)      ¿A qué situación histórica alude?
c)      ¿Cómo interpreta el narrador su propio lugar dentro de la historia?
d)     ¿Cuál es la tragedia?
 III.            Leer “La casa de Bernarda Alba” de Federico García Lorca y responder:
a)      ¿Qué relación tiene Angustias, Adela y Martirio con Pepe el Romano?
b)      Analizar el título de la obra: ¿qué contenidos evoca la palabra “casa”?

c)      Ejemplificar qué mujer ocupa el rol de autoritaria, cuál de sumisa y de rebelde.

lunes, 28 de noviembre de 2016

"La fiel infantería" - Arturo Pérez Reverte

                                 

Aún no se había inventado la fotografía; pero aquel tipo, Velázquez, recogió el momento. Estábamos allí, engalanados como para el Corpus, y a lo lejos Breda estaba en llamas. La verdad es que nos habíamos ganado a pulso el asunto, después de ocho meses dale que te pego, tragando miseria en los parapetos; cavando trincheras, zapa va y zapa viene, con los holandeses haciendo salidas y acuchillándonos en cuanto cerrábamos un ojo. Pero allá ondeaba, en el campanario, el lienzo blanco, grande como una sábana. Al final les habíamos roto el espinazo.

Nos alinearon en el centro, capitanes delante, guardia de piqueros y mosquetes a la derecha, más o menos en orden, aupándonos sobre la punta de los pies para verle la jeta a los holandeses. El capitán Urbieta nos puso en las filas delanteras a los que teníamos la ropa menos harapienta, empeñado como estaba en que impresionásemos al enemigo con nuestra marcial apariencia. La revista de la mañana había sido un calvario: diez azotes por cada falta de aseo y descuido en la vestimenta. Como dijo Antonio Muñoz, mi paisano, para qué puñetas queremos impresionarlos más, capitán, después de que los hemos fastidiado así de bien, que hasta se rinden, los herejes. Si eso no es impresionar a esos hideputas, que baje Cristo y lo vea. Y Urbieta, la mano en el pomo de la espada, mordiéndose el bigote para mantenerse serio, recetando cinco latigazos y medio rancho para el pobre Antonio, por bocazas y por meter al hijo de Dios en estos lances.

El caso es que allí estábamos, en aquel cerro que se llamaba Vangaast o Vandaart o algo por el estilo, con una treintena de picas y otros tantos mosquetes como guardia de honor, con las banderas de los tercios y toda la parafernalia. El resto de las compañías en línea ladera abajo, la cruz de San Andrés desplegada sobre los morriones de nuestros piqueros, lanzas y más lanzas, y mosquetes, que era un gusto mirarlos hasta el llano donde estaba la artillería apuntando al valle y la ciudad. Y al fondo, difuminada y azul entre el humo de los incendios, con manchas de sol que iban y venían entre las motas grises de las fortificaciones y los edificios, Breda a nuestros pies.

Sitúense ante el cuadro y miren a los holandeses, a la izquierda del lienzo. Observen sus caras. Habían subido la cuesta despacio, tomándose su tiempo, como si los que iban a rendirse fuéramos nosotros. Y Justino de Nassau endomingado como para una boda, bajándose del caballo con cara de asistir a su propio funeral, mirando alrededor como un sonámbulo, intentando digerir la humillación mientras procuraba mantener el porte digno. Al pobre diablo le temblaba la mano que sostenía la llave de la ciudad. Algunos de sus oficiales eran muy jóvenes, demasiado para emplearlos en negocio como la guerra, crecidos en campos fértiles, con llanuras y ríos y graneros bien abastecidos, comiendo caliente desde renacuajos. Burgueses cebados y con mucho que perder. Había uno de sus cachorros, rubio e imberbe, jovencito, con casaca blanca y manos de damisela que, aunque destocado por el protocolo, miraba con desprecio nuestras botas con remiendos, las barbas mal rapadas, nuestras caras de lobos flacos, peligrosos y arrogantes. Y hasta tal punto galleaba el mozo que mi capitán Urbieta, que tenía el genio vivo, empezó a retorcerse el mostacho y a acariciar el pomo de la espada, sugiriendo una sesión privada de esgrima. Un compañero del holandés captó el gesto y, poniendo la mano en el hombro del joven oficial, lo reconvino en voz baja hasta que éste bajó los ojos humillado y furioso, a punto de romper en lágrimas. Demasiado tierno, como casi todos ellos. Así les había ido la feria.

A la derecha estamos nosotros; mi lanza es la tercera por la izquierda. En torno sonaban redobles, cascos de cabalgaduras, capitanes dando órdenes como latigazos. Y allí, descabalgando, nuestro general, con media armadura negra rematada en oro, cuello de encaje y banda carmesí, el apunte de una sonrisa en los labios, Ambrosio Spínola, el viejo zorro. Con aire de circunstancias, pero disfrutando por dentro el espectáculo. Al fin y al cabo, aquélla era su fiesta.

Lo que son las cosas de la vida. Cuando la gente se para ante el cuadro, en el museo, son Spínola y el holandés, el jovencito imberbe y la plana mayor de nuestro general, quienes acaparan todas las miradas. Nosotros só1o somos el decorado, el te1ón de fondo de una escena en la que hasta el caballo de don Ambrosio, sus cuartos traseros, parece tener más importancia. Y sin embargo, allí en Breda como antes en Sagunto, Las Navas, Otumba o Pavía, o después en los Arapiles, Baler, Annual o Belchite, quienes en realidad hacíamos el trabajo duro éramos nosotros. Los nombres dan igual, porque durante siglos fuimos siempre los mismos: Antonio de Úbeda, Luis de Oñate, Álvaro de Valencia, Miguel de Jaca, Juan de Cartagena... Con la España que teníamos a la espalda, no había otra solución que huir hacia adelante. Por eso éramos, qué remedio, la mejor infantería del mundo. Secos y duros como la ingrata tierra que nos parió, hechos al hambre, al sufrimiento y la miseria. Crecidos sabiendo lo que cuesta un mendrugo de pan. Viendo al padre, y al abuelo, y a los hermanos mayores, dejarse las uñas en los terrones secos, regados con más sudor que agua. A la madre silenciosa y hosca, atizando el miserable fogón. Salidos de ocho siglos de acogotar moros o de acuchi1larnos entre nosotros, crueles e inocentes a un tiempo, traídos y llevados a través del tiempo y de los libros de Historia so pretexto de tantas palabras huecas, de tantos mercachifles disfrazados de patriotas, de tantas banderas a cuánto la vara de paño de Tarrasa, de tantas fanfarrias compuestas por filarmónicos héroes de retaguardia. Fíjense en nosotros: siempre al fondo y muy atrás, perdidos, anónimos como siempre, como en todos los cuadros y todos los monumentos y todas las fotos de todas las guerras. Soldados sin rostro y sin nombre, carne de cañón, de bayoneta, de trinchera. La pobre, sudorosa y fiel infantería. Después, en los primeros planos y sobre los pedestales de las estatuas siempre aparecen otros: los Spínola que nunca se manchan el jubón, y que aún tienen humor y elegancia para decirle al holandés no, don Justino, faltaría más, no se incline. Estamos entre caballeros. El resto queda para nosotros: cruzar un río helado entre la niebla, en camisa para confundirnos con la nieve, la espada entre los dientes minados por el escorbuto. Levantarse y correr ladera arriba con la metralla zumbando por todas partes, porque al capitán, aunque es una mala bestia, nos da vergüenza dejarlo ir solo. Quedarte sin municiones en la Puerta del Carmen de Zaragoza y empalmar la navaja tarareando una jotica para tragarte el miedo, mientras los gabachos se acercan para el último asalto. Hacerse a la mar porque más vale honra sin barcos, dicen, en buques de madera ante los acorazados de acero yanquis. Morir de fiebre en la manigua, degollado en Monte Arruit por la ineptitud de espadones con charreteras. O cruzar el Ebro con diecisiete años mientras la artillería te da candela, el fusil en alto y el agua por la cintura, con los compañeros yéndose río abajo mientras en la orilla los generales y los políticos posan para los fotógrafos de la prensa extranjera.

Échenle un vistazo tranquilo al lienzo, sin prisas, e intenten reconocernos. Somos la humilde parcheada piel sobre la que redobla toda esa ilustre vitola de los generales y los reyes que posan de perfil para las monedas, los cuadros y la Historia. Y cuántas veces, en los últimos doscientos o trescientos años, no habremos visto ante nosotros, mirando con fijeza hacia el modesto rincón que ocupamos en el lienzo, un rostro de campesino, de esos arrugados y curtidos por el sol como cuero viejo. Un rostro parado ante el cuadro con aire tímido y paleto, dándole vueltas a la boina o el sombrero entre las manos nudosas, encallecidas, de uñas rotas. Los ojos de un hombre indiferente a la escena central del cuadro, buscando aquí atrás, en la modesta parte derecha de la composición, al fondo, bajo las lanzas, entre nosotros, una silueta confusa, familiar. Tal vez la de aquel hijo al que una vez acompañó un trecho por el sendero que conducía al pueblo, llevándole el hato de ropa o la maleta de cartón, liándole el primer cigarro. El hijo al que, ya parado en el último recodo, vio alejarse con su pelo al rape, las alpargatas y el traje de domingo, llamado a servir al rey. Hacia una guerra lejana e incomprensible de la que no habría de volver jamás.

Fíjense en el cuadro de una maldita vez. Nosotros le dimos nombre y apenas se nos ve. Nos tapan, y no es casualidad, los generales, el caballo y la bandera.

sábado, 26 de noviembre de 2016

"Doña Rosita la soltera o El lenguaje de las flores" Federico García Lorca








                                         

                                         Doña Rosita la soltera o
El lenguaje de las flores

Federico García Lorca


Acto primero

SOBRINO. (Entrando.) Tía.

TÍA. (Sin mirarlo.) Hola, siéntate, si quieres. Rosita ya se ha marchado. SOBRINO. ¿Con quién salió?


TÍA. Con las manolas. (Pausa. Mirando al Sobrino.) Algo te pasa.

SOBRINO. Sí.


TÍA.(Inquieta.) Casi me lo figuro. Ojalá me equivoque.

SOBRINO. No. Lea usted.


TÍA. (Lee.) Claro, si es lo natural. Por eso me opuse a tus relaciones con Rosita. Yo sabía que más tarde o más tempra no te tendrías que marchar con tus padres. ¡Y que es ahí al lado! Cuarenta días de viaje hacen falta para llegar a Tucumán. Si fuera hombre y joven, te cruzaría la cara.


SOBRINO. Yo no tengo culpa de querer a mi prima. ¿Se ima gina usted que me voy con gusto? Precisamente quiero quedarme aquí y a eso vengo.


TÍA. ¡Quedarte! ¡Quedarte! Tu deber es irte. Son muchas leguas de hacienda y tu padre está viejo. Soy yo la que te tiene que obligar a que tomes el vapor. Pero a mí me dejas la vida amargada. De tu prima no quiero acordarme. Vas a clavar una flecha con cintas moradas sobre su corazón. Ahora se enterará de que las telas no sólo sirven para hacer flores sino para empapar lágrimas.
SOBRINO. ¿Qué me aconseja usted?



TÍA. Que te vayas. Piensa que tu padre es hermano mío. Aquí no eres más que un paseante de los jardinillos y allí serás un labrador.


SOBRINO. Pero es que yo quisiera...

TÍA. ¿Casarte? ¿Estás loco? Cuando tengas tu porvenir hecho. Y llevarte a Rosita, ¿no? Tendrías que saltar por encima de mí y de tu tío.



SOBRINO. Todo es hablar. Demasiado sé que no puedo. Pero yo quiero que Rosita me espere. Porque volveré pronto.


TÍA. Si antes no pegas la hebra con una tucumana. La lengua se me debió pegar en el cielo de la boca antes de consentir tu noviazgo; porque mi niña se queda sola en estas cuatro paredes, y tú te vas libre por el mar, por aquellos ríos, por aquellos bosques de toronjas, y mi niña aquí, un día igual a otro, y tú allí: el caballo y la escopeta para tirarle al faisán.


SOBRINO. No hay motivo para que me hable usted de esa manera. Yo di mi palabra y la cumpliré. Por cumplir su palabra está mi padre en Améric a y usted sabe...


TÍA. (Suave.) Calla.

SOBRINO. Callo. Pero no confunda usted el respeto con la falta de vergüenza.


TÍA. (Con ironía andaluza.) ¡Perdona, perdona! Se me había olvidado que ya eras un hombre.


AMA. (Entra llorando.) Si fuera un hombre no se iría.


TÍA. (Enérgica.) ¡Silencio! (El Ama llora con grandes sollozos.)

SOBRINO. Volveré dentro de unos instantes. Dígaselo usted.


TÍA. Descuida. Los viejos son los que tienen que llevar los malos ratos. (Sale el Sobrino.)


AMA. ¡Ay, qué lástima de mi niña! ¡Ay, qué lástima! ¡Ay, qué lástima? ¡Éstos son los hombres de ahora! Pidiendo ochavitos por las calles, me quedo yo al lado de esta prenda. Otra vez vienen los llantos a esta casa. ¡Ay, señora! (Reaccionando.) ¡Ojalá se lo coma la serpiente del mar!

TÍA. ¡Dios dirá!
 a sus mariposas. La noche viene cargada

con sus colinas de sombra; una enseña los zapatos entre volantes de blonda; la mayor abre sus ojos

y la menor los entorna. ¿Quién serán aquellas tres de alto pecho y larga cola? ¿Por qué agitan los pañuelos? ¿Adónde irán a estas horas? Granada, calle de Elvira, donde viven las manolas,

las que se van a la Alhambra, las tres y las cuatro solas.
MANOLA I.a

Deja que el rumor extienda sobre Granada sus olas.

MANOLA 2.a ¿Tenemos novio? ROSITA. Ninguna.

MANOLA 2.a ¿Digo la verdad? ROSITA. Sí, toda.
MANOLA 3.a

Encajes de escarcha tienen nuestras camisas de novia.

ROSITA. Pero...

MANOLA I.a La noche nos gusta. ROSITA. Pero...
MANOLA 2.a Por calles en sombra. MANOLA I.a
Nos subimos a la Alhambra las tres y las cuatro solas.
MANOLA 3.a ¡Ay!

MANOLA 2.a Calla. MANOLA 3.a ¿Por qué? MANOLA 2.a ¡Ay! MANOLA I.a
¡Ay, sin que nadie lo oiga!
ROSITA.

Alhambra, jazmín de pena





donde la luna reposa. AMA. Niña, tu tía te llama. (Muy triste.) ROSITA. ¿Has llorado?

AMA. (Conteniéndose.) No... es que tengo así, una cosa que...

ROSITA. No me asustes. ¿Qué pasa? (Entra rápida, mirando hacia el Ama. Cuando entra Rosita el Ama rompe a llorar en silencio.)
MANOLA I.a (En voz alta.) ¿Qué ocurre? MANOLA z.a Dinos.
AMA. Callad.
MANOLA 3.a (En voz baja.) ¿Malas noticias?

(El Ama las lleva a la puerta y mira por donde salió Rosita.)

AMA. ¡Ahora se lo está diciendo!

(Pausa, en que todas oyen.)
MANOLA I.a  Rosita está llorando, vamos a entrar.
AMA. Venid y os contaré. ¡Dejadla ahora! Podéis salir por el postigo.

Rosita regresa de su paseo y la tìa le comunica a Rosita la partida de su prometido.

(Salen. Queda la escena sola. Un piano lejisimo toca un estudio de Cerny. Pausa. Entra el Primo y al llegar al centro de la habitación se detiene porque entra Rosita. Quedan los dos mirándose frente a frente. El Primo avanza. La enlaza por el talle. Ella inclina la cabeza sobre su hombro.)

RO SITA.

¿Por qué tus ojos traidores con los míos se fundieron? ¿Por qué tus manos tejieron, sobre mi cabeza, flores? ¡Qué luto de ruiseñores dejas a mi juventud,

pues siendo norte y salud tu figura y tu presencia rompes con tu cruel ausencia las cuerdas de mi laúd!

PRIMO. (La lleva a un vis-á-vis y se sientan.)

¡Ay, prima, tesoro mío!, ruiseñor en la nevada, deja tu boca cerrada al imaginario frío;

no es de hielo mi desvío, que aunque atraviese la mar el agua me ha de prestar nardos de espuma y sosiego para contener mi fuego cuando me vaya a quemar.
ROSITA.

Una noche adormilada en mi balcón de jazmines vi bajar dos querubines a una rosa enamorada; ella se puso encarnada,





siendo blanco su color; pero como tierna flor, sus pétalos encendidos

se fueron cayendo heridos por el beso del amor.

Así yo, primo inocente, en mi jardín de arrayanes, daba al aire mis afanes

y mi blancura a la fuente. Tierna gacela imprudente alcé los ojos, te vi
y en mi corazón sentí agujas estremecidas

que me están abriendo heridas rojas como el alhelí.
PRIMO.

He de volver, prima mía, para llevarte a mi lado en barco de oro cuajado con las velas de alegría;

luz y sombra, noche y día, sólo pensaré en quererte.

Desde la partida del primo han pasado veinticinco años. El hombre no cumplió su promesa y, pese a haber anunciado un casamiento por poderes de doña Rosita, la ha abandonado, y se ha casado hace ocho años con una tucumana.


 Acto tercero


ROSITA. No se preocupe de mí, tía. Yo sé que la hipoteca la hizo para pagar mis muebles y mi ajuar, y esto es lo que me duele.

TÍA. Hizo bien. Tú lo merecías todo. Y todo lo que se compró es digno de ti y será hermoso el día que lo uses.

ROSITA. ¿El día que lo use? TÍA. ¡Claro! El día de tu boda.

ROSITA. No me haga usted hablar.





TÍA. Ése es el defecto de las mujeres decentes de estas tierras. ¡No hablar! No hablamos y tenemos que hablar. (A voces.) ¡Ama! ¿Ha llegado el correo?

ROSITA. ¿Qué se propone usted?

TÍA. Que me veas vivir, para que aprendas. ROSITA. (Abrazándola.) Calle.

TÍA. Alguna vez tengo que hablar alto. Sal de tus cuatro paredes, hija mía. No te hagas a la desgracia.

ROSITA. (Arrodillada delante de ella.) Me he acostumbrado a vivir muchos años fuera de mí, pensando en cosas que estaban muy lejos, y ahora que estas cosas ya no existen, sigo dando vueltas y más vueltas por un sitio frío, buscando una salida que no he de encontrar nunca. Yo lo sabía todo. Sabía que se había casado; ya se encargó un alma caritativa de decírmelo, y he estado recibiendo sus cartas con una ilusión llena de sollozos que aun a mí misma me asombra. Si la gente no hubiera hablado; si vosotras no lo hubiérais sabido; si no lo hubiera sabido nadie más que yo, sus cartas y su mentira hubieran alimentado mi ilusión como el primer año de su ausencia. Pero lo sabían todos y yo me encontraba señalada por un dedo que hacía ridícula mi modestia de prometida y daba un aire grotesco a mi abanico de soltera. Cada año que pasaba era como una prenda íntima que arrancaran de mi cuerpo. Y hoy se casa una amiga y otra y otra, y mañana tiene un hijo y crece, y viene a enseñarme sus notas de examen, y hacen casas nuevas y canc iones nuevas, y yo igual, con el mismo temblor, igual; yo, lo mismo que antes, cortando el mismo clavel, viendo las mismas nubes; y un día bajo al paseo y me doy cuenta de que no conozco a nadie; muchachos y muchachas me dejan atrás porque me canso, y uno dice: «Ahí está la solterona», y otro, hermoso, con la cabeza rizada, que comenta: «A ésa ya no hay quien le clave el diente». Y yo lo oigo y no puedo gritar sino «vamos adelante», con la boca llena de veneno y con unas ganas enor-mes de huir, de quitarme los zapatos, de descansar y no moverme más, nunca, de mi rincón.

TÍA. ¡Hija! ¡Rosita!

ROSITA. Ya soy vieja. Ayer le oí decir al Ama que todavía podía yo casarme. De ningún modo. No lo pienses. Ya perdí la esperanza de hacerlo con quien quise con toda mi sangre, con quien quise y... con quien quiero. Todo está acabado... y sin embargo, con toda la ilusión perdida, me acuesto, y me levanto con el más terrible de los sentimientos, que es el sentimiento de tener la esperanza muerta. Quiero huir, quiero no ver, quiero quedarme serena, vacía (¿es que no tiene derecho una pobre mujer a respirar con libertad?). Y sin embargo la esperanza me persigue, me ronda, me muerde; como un lobo moribundo que apretara sus dientes por última vez.

TÍA. ¿Por qué no me hiciste caso? ¿Por qué no te casaste con otro?

ROSITA. Estaba atada, y además, ¿qué hombre vino a esta casa sincero y desbordante para procurarse mi cariño? Ninguno.

TÍA. Tú no les hacías ningún caso. Tú estabas encelada por un palomo ladrón. ROSITA. Yo he sido siempre seria.

TÍA. Te has aferrado a tu idea sin ver la realidad y sin tener caridad de tu porvenir. ROSITA. Soy como soy. Y no me puedo cambiar. Ahora lo único que me queda es mi

dignidad. Lo que tengo por dentro lo guardo para mí sola. TÍA. Esto es lo que yo no quiero.

ANTA. (Saliendo de pronto.) ¡Ni yo tampoco! Tú hablas, te desahogas, nos hartamos de llorar las tres y nos repartimos el sentimiento.

ROSITA. ¿Y qué os voy a decir? Hay cosas que no se pueden decir porque no hay palabras para decirlas, y si las hubiera, nadie entendería su significado. Me entendéis si pido pan y agua y hasta un beso, pero nunca me podríais ni entender





ni quitar esta mano oscura que no se si me hiela o me abrasa el corazón cada vez que me quedo sola.

AMA. Ya estás diciendo algo. TÍA. Para todo hay consuelo.

ROSITA. Sería el cuento de nunca acabar. Yo sé que los ojos las tendré siempre jóvenes, y sé que la espalda se me irá curvando cada día. Después de todo, lo que me ha pasado le ha pasado a mil mujeres. (Pausa.) Pero, ¿por qué estoy yo ha-blando todo esto? (Al Ama.) Tú, vete a arreglar cosas, que dentro de unos momentos salimos de este carmen, y usted, tía, no se preocupe de mí. (Pausa. Al Ama.) ¡Vamos! No me agrada que me miréis así. Me molestan esas miradas de pe-rros fieles. (Se va el Ama.) Esas miradas de lástima que me perturban y me indignan.

TÍA. Hija, ¿qué quieres que yo haga?

ROSITA. Dejadme como cosa perdida. (Pausa. Se pasea.) Ya sé que se está usted acordando de su hermana la solterona... solterona como yo. Era agria y odiaba a los niños y a toda la que se ponía un traje nuevo... pero yo no seré así. (Pausa.) Le pido perdón.